Presentación del libro de poesía Genética del llanto en la Biblioteca Pública del Estado de Santa Cruz de Tenerife.
Presentación del libro de poesía Genética del llanto en la Biblioteca Pública del Estado de Santa Cruz de Tenerife. En la mesa participaron, además de la autora, la poeta Elsa López, editora de la obra, y el poeta Iván Cabrera Cartaya, en calidad de lector.
Texto de Iván Cabrera Cartaya, leído en la presentación de Genética del llanto en la Biblioteca Pública del Estado de SC de Tenerife.
¿DE DÓNDE VIENE EL LLANTO?
Iván Cabrera Cartaya
[…] ἵπποι δ’ Αἰακίδαο μάχης ἀπάνευθεν ἐόντες
κλαῖον, ἐπεὶ δὴ πρῶτα πυθέσθην ἡνιόχοιο
ἐν κονίῃσι πεσόντος ὑφ’ Ἕκτορος ἀνδροφόνοιο.
ἦ μὰν Αὐτομέδων ∆ιώρεος ἄλκιμος υἱὸς
πολλὰ μὲν ἂρ μάστιγι θοῇ ἐπεμαίετο θείνων,
πολλὰ δὲ μειλιχίοισι προσηύδα, πολλὰ δ’ ἀρειῇ:
τὼ δ’ οὔτ’ ἂψ ἐπὶ νῆας ἐπὶ πλατὺν Ἑλλήσποντον
ἠθελέτην ἰέναι οὔτ’ ἐς πόλεμον μετ’ Ἀχαιούς,
zeléti éne otás es pólemon met Ajeús,
ἀλλ’ ὥς τε στήλη μένει ἔμπεδον, ἥ τ’ ἐπὶ τύμβῳ
ἀνέρος ἑστήκῃ τεθνηότος ἠὲ γυναικός,
ὣς μένον ἀσφαλέως περικαλλέα δίφρον ἔχοντες
οὔδει ἐνισκίμψαντε καρήατα: δάκρυα δέ σφι
θερμὰ κατὰ βλεφάρων χαμάδις ῥέε μυρομένοισιν
ἡνιόχοιο πόθῳ: θαλερὴ δ’ ἐμιαίνετο χαίτη
ζεύγλης ἐξεριποῦσα παρὰ ζυγὸν ἀμφοτέρωθεν […]
«[…] Los caballos de Aquiles lloraban lejos del campo / al saber que yacía caído en el polvo el auriga / por la mano de Héctor, el gran matador de hombres. / Por más que Automedón, el intrépido hijo de Diores, / con la fusta flexible los golpeaba constantemente / y con suaves o amenazadoras palabras hablaba, / no querían volver a las naves ni al vasto Helesponto, / ni tampoco ir a donde los dánaos estaban luchando. / Igual que la columna se mantiene siempre inmutable / erigida en la tumba de un hombre o matrona que ha muerto, / igualmente inmutables y amarrados al carro, / inclinando la cabeza, de sus ojos caían al suelo / ardentísimas lágrimas con que lloraban la pérdida / del auriga, y el llanto anegaba las jóvenes crines / que, al salir del collar, a ambos lados del yugo caían […]» (Ilíada, Canto XVII, vv. 426-440).
Cuando conocí el título de este segundo libro de Covi, antes pudimos leer Almario (2015) en esta misma colección de La Palma, y me invitó a que lo presentase, lo primero que surgió, como el incipit de Roland Barthes cuando quería escribir y se preguntaba por dónde empezar, fue también una pregunta: ¿De dónde viene el llanto?, quién lo creó, lo imaginó o lo sufrió por primera vez, quién no pudo contenerlo. Δάκρυα, las lágrimas, dice Homero. Me pareció hermoso y evocador pensar en aquel ser humano o animal que llora por primera vez ante el pasmo de sus iguales, no sabiendo cómo reaccionar ni cómo consolarlo, ni siquiera aún qué es el consuelo, esa palabra tan hermosa, cómo iniciar cualquier gesto cuando sentimos que el otro es parte nuestra, nos vemos reflejados en él y no sabemos qué le ocurre. «El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te ve», cantaba memorablemente Antonio Machado en sus «Proverbios y Cantares». Por eso traigo estos versos del canto XVII de la Ilíada leídos más arriba que cantan y cuentan las lágrimas de Janto y Balio, la ζεύγλης, la pareja de caballos de Aquiles (Cavafis también les dedica un poema), ante el cadáver prematuro del joven Patroclo, y donde el poeta relaciona tan oportunamente el símil de la caída del cuerpo en el polvo con la caída de las lágrimas desde los ojos de los animales, y esa caída cae una y otra vez en los versos griegos para enfatizar el dolor y la irremediabilidad. Si hablamos de conceptos como origen, poesía y llanto, no quedaba más remedio, al menos para mí, que recordar esos pocos versos de hace casi treinta siglos.
Las enciclopedias nos dicen que las lágrimas son un líquido producido para limpiar y lubricar el ojo. Intervienen fundamentalmente en la óptica y en el funcionamiento del globo ocular y de sus estructuras. Cualquier alteración de la lágrima influye en la agudeza visual. Además de esta definición, y en un nivel puramente fisiológico, podríamos seguir detallando los beneficios de llorar que Covi, en este libro, legitima rompiendo el tabú, convirtiéndolo en algo así como un derecho poético y en una de las formas de la libertad y su ejercicio, aun contra las costumbres morales de la tribu y justamente, quizá, para denunciar la rigidez deshonesta, insincera de esas costumbres. Las lágrimas y el parpadeo distribuyen el oxígeno en los ojos. Además, las lágrimas impiden la desecación de la córnea o absorben parte de los rayos ultravioleta de la luz solar, cumpliendo así funciones bacterioestáticas, lubricantes, ópticas y fotoabsorbentes, así es que no sólo vemos con los ojos, sino que son ellos y sus lágrimas quienes hacen tolerable la luz y nos siguen ofreciendo el mundo en toda su nitidez.
Según un estudio hay tres tipos de lágrimas: las lágrimas basales, las reflejas y las lágrimas psíquicas, aquellas que identificamos con el llanto (φωνάζοντας) o el sollozo y que ya no se corresponden con una propiedad del ojo ni con una defensa de este ante un objeto extraño, como el polvo o un exceso de luz, sino con la prueba, la manifestación de una tensión emocional, de algo que ocurre en nuestro interior, secretamente y que, tras romperse, sale de pronto afuera en un tránsito invisible-visible-invisible porque, aunque vemos las lágrimas del otro o las nuestras, lo que éstas nos enseñan es su inocencia, sin dobleces ni misterios, es decir, su transparencia: «La transparencia, Dios, la transparencia», pedía el último Juan Ramón Jiménez en uno de sus mejores poemas. ¿Y esa posición del cuerpo cuando lloramos, muchas veces sentados, recogiendo las rodillas con los brazos y con la cara inclinada hacia el pecho, no queriendo que nadie nos vea o como si intentáramos, a través de ese cristal fugaz, mirar nuestro interior, ver el fondo de uno mismo? He aquí una pregunta que dejo en el aire y que me gustaría que alguien un día investigara para ofrecer una respuesta, porque aún no leí nada sobre eso. Lo que sí sabemos es que nuestra cultura, y le hubiera interesado mucho a Foucault, ha penalizado siempre las lágrimas desde un machismo rudo e impermeable que las ha confundido con debilidad, infantilismo o fracaso.
En su Crítica del juicio (1790) Kant clausuró la metafísica, no sus conceptos ni las preguntas que ésta siempre trae consigo, sino la posibilidad de que éstas tuvieran una respuesta fiable y duradera. El Nietzsche de Así habló Zaratustra (1883) nos dice que, muertos los dioses, es decir, sin esencia ulterior de sentido final, en palabras de Giorgio Agamben, la salud se convierte en la nueva diosa, una salud que, como hemos visto, también se mantiene llorando. El hombre y la mujer, como escribía Flaubert en una de sus más bellas cartas, están de nuevo solos, tal vez acompañados nada más que de sus lágrimas, y las lágrimas de la poeta no deben ser consoladas ni reprendidas según nos prescriben nuestras viejas mores.
Covi llora para seguir viendo y para seguir haciéndolo con la intensidad trémula que exigen sus versos, y la necesidad que siente de estar ante el mundo y de implicarse en él, de vivir y ser vivida, que es siempre un ofrecimiento, una generosidad con uno mismo y con todo lo que nos rodea, el fôret de symboles de Baudelaire que cruzamos entre confuses paroles deseando interpretarlas. Creo que lo que distingue a un poeta es su minucioso amor por cada cosa real. Y al fin, qué son la ciencia, la mitología o la poesía más que un conjunto de símbolos, una red hermenéutica que tendemos sobre la realidad para hacerla legible y nuestra, es decir, habitable.
*
El libro, que ofrece su versión al italiano debida a Aldo Gargiulo Mckeen y a Ramiro Rosón, se divide en dos partes que podrían parecer independientes; pero que creo íntimamente relacionadas. La primera y más larga, titulada «La soledad y el tiempo», ocupa un lugar privilegiado y me parece el cuerpo principal del conjunto. Este título, que iba a ser el de un libro de Pino Ojeda finalmente frustrado, y que Covi encuentra en el archivo de la poeta grancanaria, debe leerse, así pues, de una manera doble: como homenaje y como diálogo con una de las autoras de cabecera de la poeta. La sección consta, como nos dice Alejandro Coello en el prólogo del libro, de veintiséis poemas que merecieron un accésit en la XL edición del Premio de Poesía Félix Francisco Casanova.
Soledad y tiempo son dos conceptos tan amplios y tan complejos que parecieran abarcarlo todo. Son conceptos centrales para la historia y la cultura, pero aquí son ideas sentimentales, diapasones de la emoción. «¿Qué es el tiempo? Si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, lo ignoro», decía Borges citando a San Agustín y esa reflexión tan reveladora de las Confesiones nos dice que podemos intuir, sentir el tiempo; pero difícilmente definirlo, decir qué es. ¿Quieren poner nervioso a un físico? Fácil, sólo tienen que acercarse a él y preguntarle qué es el tiempo. Gaston Bachelard, en su libro El agua y los sueños: ensayo sobre la imaginación de la materia (1942), nos dice que el agua es el elemento más relacionado con la temporalidad; así es que lágrimas y tiempo son dos gemelos que parecen correr en paralelo.
A partir de Einstein que, al parecer, halló inspiración leyendo a David Hume, los físicos actuales saben que la realidad depende del observador y el tiempo de la velocidad: a la de la luz no existe, se ha detenido. Nadie va más rápido que la luz, 300.000 kilómetros por segundo. A una mayor gravedad, un tiempo más lento. Hace mucho que el tiempo no es un valor absoluto. Nadie sabe bien qué es el tiempo fuera de su cabeza e incluso muchos dudan de que exista. Einstein descubrió que no se puede separar del espacio y que la diferencia entre pasado, presente y futuro es una ilusión tenaz: las leyes de la física no los distinguen. No hay ninguna ley física que impida que el tiempo sea reversible o vaya hacia atrás, ninguna; aunque nuestra percepción sea muy distinta y sintamos el tiempo como una flecha, un desarrollo, un progreso del que derivamos una ley aproximada, probabilística como lo es la 2ª Ley de la Termodinámica. Por eso Einstein creía, como en la novela de Wells, en los viajes en el tiempo. Lo que existe es un tejido espaciotemporal flexible donde la masa y la energía se dan órdenes mutuas que hoy todavía tratamos de entender a través de la llamada Teoría de Cuerdas en busca de una Teoría del Todo: esa ecuación que el físico judío y luego Stephen Hawking buscaron hasta la muerte sin dar con ella.
Ocupas dos cosmogonías paralelas:
Estás
en el lugar que te percibe cada noche.
Eres
este tiempo mío que no te olvida.
El amado sin nombre que se evoca en este poema, «Cosmogonías», parece estar dividido en dos tiempos y espacios a la vez; pero no: nuestro idioma, diferente en esto respecto a otros como el inglés, distingue los verbos ser (esencia) y estar (circunstancia) que para un hablante de español no son lo mismo; aunque el sujeto sea el mismo, como nos dice Covi en este hermoso poema que tanto recuerda a aquel irónico y cívico «Ser y estar» de Mario Benedetti, donde el poeta uruguayo trataba de explicarle la diferencia gramatical a un supuesto soldado norteamericano: «Oh marine / oh boy / una de tus dificultades consiste en que no sabes / distinguir el ser del estar / para ti todo es to be […]»
Teniendo en cuenta el título del libro, no parece casual sino muy apropiado que el primer poema se titule «El origen» y que sea, como toda verdadera poesía, una incursión, un descenso a la memoria: una recreación y un reconocimiento de ella. La misma o de origen, como la ómicron y la omega griegas, parece colocarnos en un centro y en un cero, en un punto de partida. Por breve que pueda ser un poema también puede encerrar una larga y hasta infinita cadena de reminiscencias que lo lleven hacia la raíz, ese origen anunciado en el título, quizá por ello en la mitología griega las nueve musas, hijas de Mnemósyne, la memoria, comenzaban su canto empezando por el origen, en arjé, es decir, convocando cada sentido posible hacia un origen donde estaba la plenitud de la palabra, el logos, como escribía San Juan al comienzo de su evangelio: En arjé en ho logos […] En el principio era la palabra […] De esta forma toda volición poética, con conciencia o no de ello, es un movimiento por atravesar la memoria y llevarla consigo hacia ese comienzo pleno, sin fisuras, donde origen y poesía convergen. Covi no es una poeta barroca, que abuse de las figuras retóricas y sus juegos matemáticos, y esta desnudez de su estilo se aprecia desde este primer texto. Poesía y memoria, términos muy vinculados.
¿Con qué otra cosa trabaja un poeta que no sea su memoria? ¿Y es otra cosa la memoria que palabras e imágenes, olores verbalizados, sabores que, como el poema, se gestan en la boca que habla? En «El origen» la poeta busca el momento privilegiado, la unicidad inconfundible de la experiencia: el primer beso, distinto a cualquier otro, se confunde, halla su símil en la herida, el primer beso y la casa del amado o las letras rojas que produce hace que veamos cada elemento de una forma única y distinta, liberada de la cadena de sucesos que es el tiempo de cualquier vida humana y que la reiteración suele degradar hasta la nulidad, es decir, el olvido, donde no es posible el lenguaje ni el trabajo sustancial de la memoria, sólo el fracaso del recuerdo, la derrota personal donde nuestra conciencia es superada por la riqueza de los fenómenos que ocurren a nuestro alrededor y que pasan, como muchas veces se dice, sin que nos demos cuenta, es decir, sin que los conozcamos. En un poema como «La mañana» se ve claramente: tras el gran naufragio de la noche, el sueño es una de las formas del olvido, al amanecer la poeta ha logrado salvar lo más preciado para ella: el nombre secreto del amado.
El olvido es el fin, el olvido se parece a la muerte y lo que más teme la voz poética que oímos en estos textos es el olvido de ese amante o amado. Querría detenerme aquí un momento para aclarar algo: Creo que siempre conviene distinguir cuidadosamente el cuerpo del poema del tema. Ya Bertolt Brecht, citado por Barthes en Lo obvio y lo obtuso, nos advertía que «es demasiado ingenuo hablar de temas en poesía». El cuerpo del poema es ese lugar, ese territorio poéticamente conocido, que el poema muestra. El tema es el enunciado genérico de ese espacio, que aun así puede seguir estando encubierto, ya que no determina la forma; en cambio, entre ésta y el cuerpo del texto hay una relación directa y dialéctica. Los temas son poéticamente inertes. Desde luego, pueden recibir un tratamiento literario a falta de un verdadero impulso u ocurrencia poética; en ese caso, recibimos un hecho lingüístico de menos calidad, un remedio, un apaño o una grosera sustitución.
No nos precipitemos, pues, determinando sentimientos ni estados de ánimo porque ni la misma poeta sabe lo que siente hasta que escribe el poema, que la revela y la oculta a la vez, también para sí misma. Y aceptando que todo esto fuera así, ¿qué aventura o estímulo habría en escribir si la poeta conociera antes de empezar el contenido íntegro de su texto? Este poema, «El origen», es, como todos, una huella de la memoria y, como decía Jacques Derrida, donde hay huella hay supervivencia. Yo lo leo como una poética involuntaria, un tratado sutil y sintético de las condiciones de la poesía: memoria y anagnórisis, una gran caída en la cuenta, distinción de su identidad que la manía temática o la consigna ideológica anulan tantas veces arrojándola en la abstracción y las generalidades.
Lo cierto es que no vemos los objetos, sino la luz que reflejan. Que la poeta diga en el texto que ha quedado cegada por el sol, no quiere decir que no pueda seguir viendo o que el conocimiento de ese origen al que llega a través de la palabra se haga solamente con los ojos: Homero cantó ciego, como Milton o Borges, y el poeta, abierto por entero a una recepción sin fin para engendrar su texto y construir su voz, no sólo accede a la realidad a través de los ojos. Acaso sea la ceguera el centro de la visión, la paradoja de la clarividencia, y aquí nos sirve la enseñanza del Paul Celan que decía: «Quien verdaderamente aprende a ver, se acerca a lo invisible».
Respecto a la invención que constituye a toda poesía auténtica y a su hallazgo de la realidad, me interesa otro poema con indudables ecos a Heráclito, el titulado «Las hojas» (Le foglie):
Todos los otoños caen las hojas,
Pero no hay dos otoños iguales.
La vida es un largo pensamiento
Con distintas estaciones.
Óπως η παραγωγή φύλλων όπως αυτή των ανδρών: Como la generación de las hojas, así la de los hombres; escribió también Homero en el Canto VI de su Ilíada. O aquella vieja sentencia del mencionado oscuro de Éfeso: κανείς δεν λούζει δύο φορές στον ίδιο ποταμό: Nadie se baña dos veces en el mismo río. Todo, al cabo, es irremediable; pero ¿y esa vida horaciana, reflexiva, que se confunde con el pensamiento? Cómo no recordar leyendo este poema los versos de Andrés Fernández de Andrada en su «Epístola moral a Fabio»: «[…] Iguala con la vida el pensamiento / y no le pasarás de hoy a mañana, / ni aun quizá de un momento a otro momento […]». Escribir es una tarea arriesgada, es difícil, y ése es tal vez su mayor atractivo. La poeta sabe que la rutina, la repetición de los fenómenos cotidianos mata la poesía, que es, en su caso, una iluminación interior, una gestación de luz que se confunde con la palabra y lo que ella trae consigo. El canto, el poema viaja desde lo oscuro a la claridad para convertirse en una revelación que modifica y enriquece nuestras ideas del mundo y nos permite conocer zonas ignoradas de él. Así lo vemos en los últimos versos de un poema como «Laberinto», título tan juanramoniano:
Detrás del horizonte,
La mañana y el café;
La rutina de siempre,
Ya sin olas.
A oscuras por dentro.
Sin sol.
Es muy de agradecer que Covi haya salvado en su escritura dos ¿creencias, prejuicios? que amenazan y suelen devorar a muchos, a casi todos los poetas jóvenes cuando empiezan: el prejuicio ideológico y el prejuicio estético. No hay en los textos de Genética del llanto (2019) consignas políticas, ideologías tendenciosas, panfletarismo de izquierda o de derecha, lo que Theodor Adorno llamó «falsa conciencia», algo de lo que pecaron escritores del nivel de Bertolt Brecht, Pablo Neruda, Ezra Pound, etc., etc., y que muchas veces, pese a la voluntariedad del poeta de turno, la poesía suele salvar para mostrarse sólo a sí misma. Tampoco encontramos en él el lenguaje amanerado, flébil, cursi, pop, que ahora está en boga entre los poetas jóvenes más conocidos y vendidos en España, y que no permite que los distingamos o los recordemos. Al contrario, asombrémonos porque lo que vemos aquí, en una poeta de sólo veintiséis años, son las pruebas de alguien que ama el lenguaje, lleva mucho tiempo conviviendo con él y lo conoce profundamente, pese a que éste, decía René Char, sepa siempre más de nosotros que nosotros de él.
¿Un ejemplo? En el poema «Tú» la poeta dice: «Belleza del caos. / Mi yo más puro». Es decir, antes que aceptar un orden impuesto, exterior, ajeno, con sus propios intereses nada inocentes, como sucede cuando se cristaliza el dogma ideológico o la tendencia modal, elige el caos porque ese caos es libre, es la posibilidad de construir un orden propio o de no hacerlo, de rebelarse, tanto en la escritura como en las costumbres morales, llorando o riendo a gritos si nos apetece pese a la alarma aprendida, escandalizada de los otros. Ya Theodor Adorno nos decía en la parte tercera de su Mínima Moralia (1951): «La función del arte hoy es introducir caos en el orden». El orden cerrado, burgués, pleno, negaba para Ernst Bloch cualquier esperanza e imaginación de un futuro, cualquier ilusión de movimiento, por mínimo que sea. La poesía, cuando lo es de veras, tiene una naturaleza no sólo rebelde sino hipertélica, que salta sobre cualquier finalidad y sistema clausurado. «Escandalizar es un derecho como ser escandalizado es un placer», decía Pier Paolo Pasolini.
En esta primera parte del libro vemos a una poeta fuerte, libre, independiente pese a su aguda sensibilidad, y que en un texto como «Amar la vida» hace toda una declaración de estas virtudes porque, como decía Roberto Bolaño, «un poeta es capaz de soportarlo de todo» y por eso mismo Covi, una mujer nueva, moderna, feminista, es capaz de salvarse sola, y de que el amado, consciente y dueño de parecidas ganancias sociales, lo sepa y no intervenga en esa tarea personal, en esa libertad que la mujer de hoy se ha ganado; aunque sufra, como cualquier hombre, la angustia que viene con la libertad, con el derecho a decidir y con la nada que a todos nos rodea constantemente, sin remedio, de una orilla a otra y entre los pequeños animales que aparecen en el poema. «(…) Sin exigencias a Dios (…)», como dice muy bien un verso, y pensemos en el dios macho, cruel, vengativo y caprichoso del Antiguo Testamento. La mujer de hoy es «inagotable» como la poesía y como la amiga celebrada en el poema del mismo nombre.
*
La segunda parte del libro lleva por título «Grieta del silencio». Es una sección muy breve, de sólo cinco poemas cortos, y me parece que de nuevo la pregunta nos ayuda a colarnos por algún sitio, si no a saber todavía, a atisbar, a adivinar alguna cosa. Porque ¿qué es una grieta? La grieta parece ser el signo del sufrimiento o el fracaso de algo, la visibilidad de una rotura que, como las lágrimas, viene desde una intimidad no visible y que ha comprendido que, sólo mostrándose, saliendo fuera, es tenida en cuenta, cuando ya es demasiado tarde y la sanación parece imposible. «Ser es ser percibido», decía un filósofo, pero con la grieta sólo se puede hacer un apaño o derrumbar el objeto agrietado y sustituirlo por otro. Además, ¿no es el llanto una grieta y la grieta algo así como un llanto detenido, acaso no se parecen? No sabemos la positividad o negatividad de lo que pueda circular, colarse por esa grieta, ¿no es una grieta también un camino, una vía de acceso al otro lado? ¿y qué pasa por esta grieta, luz, oscuridad, palabras o silencio, como se nos dice?
Quizá lo que traspasa esta grieta, como en el célebre ejemplo de la rendija y la pistola de electrones, se comporte de forma distinta siendo o no observado, como la poesía o la propia realidad según la vieja enseñanza de Berkeley. Lo que la poeta ha visto y escuchado, los poemas son la prueba de ese trabajo poético, tiene un patrón de interferencias que dibuja en sus palabras el espectro de una emotividad y un pensamiento bien definidos, donde el romanticismo aparente y la idealidad amorosa buscan una encarnadura material. A este respecto es muy interesante la leve, sutil querencia que la poeta siente por las manos del amante, los miembros privilegiados para conocer y contactar con el otro, para amarlo cuando los ojos no bastan y no consuelan lo suficiente: la mirada reina entre los sentidos, pero desconoce el calor ciego, la ardorosa ciencia de la piel y de esas manos evocadas varias veces en este libro. Hay que destacar la importancia en esta segunda parte de un poema como «Los espejos», tan machadiano, que niega cualquier romanticismo narcisista y sintetiza admirablemente los cientos de páginas que Sartre le dedica al asunto de la identidad en El ser y la nada (1943); pero quisiera señalar también el titulado «Extrañaré tus manos», pues éstas buscan el cuerpo de la poeta como yo defiendo que ella y todos nos acercamos a la poesía, «a tientas».
La voz poética, siempre apasionada, siempre valiente, nos dice que no teme a la muerte ni al amor sino a la soledad y el vacío de una vida que se consuma ausente y necesitada de la relación con los demás. Nadie vive para sí solamente. Es cierto, no podemos establecer los valores, el contenido objetivo del mundo sin conocer la naturaleza del otro. La poeta lo sabe y su voz, emocionada y contenida a la vez, testifica y se alza como ofrecimiento, dispuesta a sentir y a conocer mediante el amor y el lenguaje porque el erotismo es una vía privilegiada, la más íntima, la más honda, para conocer y comprender al prójimo o al amante. No voy a citar un poema entero de esta sección porque es la autora quien debe defenderlos, encarnarlos y los textos se reconocerán mejor en su voz, se sentirán más en casa que en la mía, porque es en su voz y en su boca donde fueron engendrados; pero baste un mínimo ejemplo para ilustrar lo que digo:
[…] No temo a la vejez,
sino a que se escape el tiempo
entre mis torpes manos
sin haber reído suficiente.
Temo no tener aliento para decir
cuanto te quise […]
Uno de los autores apócrifos creados por don Antonio Machado escribió en una ocasión: «Tampoco encontraréis en mis notas la firmeza y seguridad en el tono de quien, al pensar, piensa de paso que piensa la verdad». Nada más, muchas gracias.
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