La filosofía de la muerte en Pedro Páramo
Pulvis et umbra sumus, Horacio
En este breve ensayo de carácter impresionista trataremos de exponer una reflexión suscitada por la lectura de Pedro Páramo (1955), novela de Juan Rulfo honda y simbólica que trata uno de los temas literarios por antonomasia: la muerte. El argumento de la novela es relativamente sencillo: Juan Preciado llega a Comala buscando a su padre, como le prometió a su madre cuando ella estaba a punto de morir, ilusionado por descubrir su lugar de origen, y a partir de aquí la narración nos desvelará la verdadera realidad del pueblo: en él, hallamos un mundo donde solo habitan almas en pena, personas en un estado distinto del ser: un estado de no-ser que, sin embargo, se refleja en la existencia, extraordinaria paradoja en la que este ensayo tratará de incidir. Finalmente, el protagonista también morirá, confuso y atemorizado por la realidad de este misterioso lugar que, por otra parte, se nos antoja un personaje literario en sí mismo, puesto que en él se instaura el mundo de los muertos, como un escenario escatológico que acoge la condena colectiva de vagar sin descanso (“Hay pueblos que saben de la desdicha. Se les conoce con sorber un poco de su aire viejo y entumido, pobre y flaco como todo lo viejo. Este es uno de esos pueblos”, p. 140), un pueblo maldito que, al mismo tiempo, se vuelve universo narrativo, marco cerrado de vida (o de no-vida) donde las normas naturales quedan rotas, e incluso la frontera entre la vida y la muerte se difumina. Así, para acometer esta reflexión sobre el tratamiento de la muerte en la novela, es necesario destacar determinados tópicos literarios, símbolos e intervenciones de los propios personajes.
Como punto de partida, a lo largo de la historia de las letras se ha ido desarrollando el tópico literario ubi sunt, expresión latina que postula la mayor preocupación existencial del hombre: ¿dónde están los que se han ido? ¿a dónde iremos tras la muerte? Este planteamiento de raigambre filosófica y metafísica será el motor de la novela, y tendrá para el lector, a priori, dos posibles respuestas convencionalmente aceptadas en la cultura occidental: por un lado, podemos pensar que no hay nada más allá de la muerte; por otro, y siguiendo la estela de contenido religioso-moral de la novela, podemos concluir, como expone el cristianismo, que después de la muerte el alma vive eternamente en otro lugar (pensemos en el Paraíso, el Purgatorio o el Infierno, tantas veces retratados por las distintas disciplinas artísticas). No obstante, Juan Rulfo da un paso más, puesto que, lejos de situar en distintos “estancos” la vida humana y la vida trascendente –como hiciera Dante Alighieri en su Divina Comedia (¿?)-, ambas existencias coexisten en un mismo espacio, en un mismo tiempo. Esta característica no solo se convertirá en una de las más llamativas a la hora de desentrañar la novela, ya que los esquemas establecidos sobre ambas existencias se rompen, dificultando la lectura de la obra, y sobre todo, complicando la tarea de esclarecer en qué estado natural se halla cada personaje; también será fundamental para reconocer la originalidad de la obra y la maestría de construcción narrativa del texto, más todavía teniendo en cuenta la complejidad estructural y las constantes rupturas de tiempo y espacio, las abundantes analepsis y prolepsis con las que se va desgranando la historia.
En los últimos momentos de vida de Susana, Justina contesta a la pregunta que Pedro Páramo le formula sobre el comportamiento de su amada: “No, señor, no se queja de nada; pero dicen que los muertos ya no se quejan” (p.165). Esta cita cobra importancia porque, en efecto, los muertos sí se quejan; la novela nos muestra el rumor constante de las voces que han quedado atrapadas en su estado de no-ser, murmullo cuya sonoridad evoca las oraciones colectivas en los momentos de culto en las iglesias, y al que contribuyen elementos del pueblo, como el repiqueteo de las campanas: “lamento rumoroso de sonidos”, p. 170. Este elemento, la musicalidad lograda con el llanto, el rumor constante del lamento, es uno de los elementos formales más destacados de la novela; impregna el escenario narrativo de un tono pesimista, de desgarradora agonía, descrita con un lirismo profundo que roza lo poético: “Eso lo despertó: un llanto suave, delgado, que quizá por delgado pudo traspasar la maraña del sueño, llegando hasta el lugar donde anidan los sobresaltos”, p. 85; “Ruidos callados. […] Otra vez el llanto suave pero agudo, y la pena haciendo retorcer su cuerpo”, p. 86. Así nos presenta Juan Rulfo esta original cuestión: ¿Y si los muertos se quejan? Los personajes de Comala conservan los dos elementos que definen la identidad de cada individuo: la memoria y el testimonio. En su peculiar estado, llevan consigo los recuerdos de la vida que han desarrollado, así como la palabra, la capacidad de expresarse, de comunicar pensamientos y emociones. Esto hace posible la queja, el llanto, la narración del recuerdo; permite incidir en la enseñanza moral de otro tópico literario: la democracia de ultratumba. Todos los bienes materiales con los que se desarrolla la vida humana carecen de utilidad cuando llega la muerte, inexorable (recordemos el bloque textual en el que el padre de Susana la hace bajar por un agujero para buscar dinero, monedas de oro, y ella solo halla un esqueleto, cuyo elemento más llamativo, la calavera, simboliza el carácter perecedero de la existencia, en esta vanitas literaria); pero además, estos bienes materiales quedan en la novela en un segundo plano: donde se muestra el peso de la existencia es en un bien intangible: las propias vivencias transformadas ahora en recuerdo (he aquí la importancia de la memoria, primer elemento definitorio de cada persona, que se explicita por medio del lenguaje). Y es que al morir, todos los bienes y honores materiales acumulados se pierden; únicamente queda, para los habitantes de Comala, lo que un día fueron. De ahí que la novela transcurra en dos tiempos: el de Juan Preciado y el de Pedro Páramo, momento en el que se sitúan las historias vivenciales que se narran y se entrecruzan en la propia narración. En este sentido, cabe subrayar que Juan Rulfo otorga gran relevancia a la memoria, tema clave de la novela: cuando Pedro Páramo se lamenta por el sufrimiento de Susana -postrada en la cama, aferrada a sus ensoñaciones-, deseando que este mal termine, el narrador desvela: “Esperaba que alguna vez. Nada puede durar tanto, no existe ningún recuerdo por intenso que sea que no se apague” (p.151). La novela presenta interrogantes con cierto sentido retórico para el lector, impelido a reflexionar sobre el valor de la memoria: “¿Por qué ese recordar intenso de tantas cosas? ¿Por qué no simplemente la muerte y no esa música tierna del pasado?” (p. 156).
Volviendo al personaje literario que constituye el pueblo, Comala (y que mutatis mutandi nos recuerda a Macondo, otro pueblo-universo cerrado en sí mismo, emblemático en la literatura hispanoamericana), en este lugar parece haber una maldición, una condena colectiva que sufren sus habitantes. Comala es este “Refugio de pecadores” representado en el simbólico collar de Eduviges. Se trata de un espacio que, en la memoria de la madre de Juan Preciado, se describía poblado de gente, con actividad en sus calles y con la presencia de la naturaleza embelleciendo sus rincones (árboles, praderas…). Esta semblanza edénica, empero, se torna espacio infernal, como muestran el calor y la ausencia de naturaleza -a excepción de la capitana, “una plaga que nomás espera que se vaya la gente para invadir las casas” (p. 70), y de algunas aves como el cuervo, símbolo de muerte, y el pájaro burlón, que a título personal, considero que representa, en su imitación de la voz humana, el absurdo de la propia existencia; la inexplicable broma de que nos venga dada la vida para perderla luego con la muerte: “Un pájaro burlón cruzó a ras del suelo y gimió imitando el quejido de un niño; más allá se le oyó dar un gemido como de cansancio, y todavía más lejos, por donde comenzaba a abrirse el horizonte, soltó un hipo y luego una risotada, para volver a gemir después” (p. 120)-. La soledad que azota al pueblo, los murmullos de las almas en pena cuando llega la noche, el abandono de las casas, los “ecos” que acoge cada habitación, el bochorno (“Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del Infierno”, p. 67), la confusión de voces e imágenes que experimenta Juan Preciado, presa del pánico que alcanza su clímax con la muerte del protagonista (“Me mataron los murmullos. Aunque ya traía retrasado el miedo. Se me había venido juntando, hasta que ya no pude soportarlo. Y cuando me encontré con los murmullos se me reventaron las cuerdas”, p. 118), así como esta suerte de “locura”, de “alucinación” que pervive en cada bloque narrativo –e incluso en personajes, como ocurre con Susana San Juan, paradigma de la locura y la ensoñación por excelencia- son los elementos con los que Juan Rulfo recrea este universo hermético y sobrecogedor.
Llegados a este punto, cabe preguntarse cuál es la causa de la condición maldita de Comala. La fe parece desempeñar un papel fundamental: el padre Rentería es un personaje-eje en la novela, y su función predicadora cobra especial relevancia, pues el motivo de este vagar eterno de las almas es no haber alcanzado el perdón; un perdón que el padre tenía potestad de otorgar: “Si usted viera el gentío de ánimas que andan sueltas por la calle. En cuanto oscurece comienzan a salir. […] Ninguno de los que todavía vivimos está en gracia de Dios”, p. 111; “un puro vagabundear de gente que murió sin perdón y que no lo conseguirá de ningún modo”, p. 112. Así, cabe enfatizar que la religión cristiana y la superstición son dos enclaves a partir de los cuales se desarrolla la trama. El pecado es el motivo último al que los personajes señalan para explicar la maldición que ha recaído en Comala (“¿No me ve el pecado? […] Y eso es sólo por fuera; por dentro estoy hecha un mar de lodo”, p. 111): el incesto, el suicidio, las violaciones, el asesinato, el engaño, la avaricia y el adulterio son solo algunas de las acciones reseñadas que corrompen el alma; además de la soberbia del padre, que lejos de representar la misericordia divina, se convierte en un “tirano espiritual”. De ahí que el cura dictamine ante el padre Rentería: “No puedes seguir consagrando a los demás si tú mismo estás en pecado”, p. 129; de ahí que ordene: “Padre, deja que a los muertos los juzgue Dios” (ídem). En este bloque textual, además, cabe señalar que las uvas que maduran son ácidas. Este símbolo, que evoca la sangre de Cristo, connota que la función de la Iglesia sufre, en efecto, un gran perjuicio. Si bien es cierto que Pedro Páramo personifica la figura demoníaca debido a sus tiránicas acciones –figura que se desdobla luego en su único hijo reconocido, Miguel Páramo-, el pecado está en todas las almas, a las que se les ha impedido la posibilidad de purificar sus acciones a través del arrepentimiento y del perdón, dado que se les ha negado, rotundamente, toda esperanza en Dios. La derrota se hace efectiva cuando los habitantes de Comala asumen su pena, y se entregan, con sumisión, a su aciago destino.
Otra de las características más destacadas en el modo de retratar la muerte de Juan Rulfo en la novela es la conservación del cuerpo en la tumba: sentir la humedad y la tierra y poder oír las voces de los otros muertos que conviven en el mismo espacio son aspectos que redundan en el valor fanopeico del texto: aparece en la mente del lector la imagen del cementerio, lleno de tumbas (“Estoy aquí, boca arriba, pensando en aquel tiempo para olvidar mi soledad. Porque no estoy acostada sólo por un rato. Y no en la cama de mi madre, sino dentro de un cajón negro como el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy muerta.”, p. 133); esta imagen constituye, en cierto modo, la representación de un universo cerrado de muerte, habitado por los seres enterrados. Comala se nos antoja una especie de cementerio en el que se puede entrar, pero del que no se puede salir, puesto que sus habitantes están a la espera de redimir con sus oraciones los pecados del alma, y en la espera eterna acogen a los pocos visitantes que llegan. Con todo, aunque Comala es un pueblo, espacio que ampara a numerosos personajes, Pedro Páramo es una novela que trata otro de los grandes temas de la literatura: la soledad (la cita anterior lo constata). Porque la soledad de cada personaje es única, y se debe a unas circunstancias concretas. Los personajes se aferran al visitante, Juan Preciado, debido a la profunda soledad que sienten, fruto de la nostalgia que producen los recuerdos. Pero volviendo a la constitución física de los habitantes, en ocasiones retratados como seres vivientes, Juan Rulfo utiliza símbolos como la tierra o las piedras para representar el carácter efímero de la existencia y la corrupción de la materia, como lo hiciera Góngora con el verso inmortal “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”: “El calor me hizo despertar al filo de la medianoche. Y el sudor. El cuerpo de aquella mujer hecho tierra, envuelto en costras de tierra, se desbarataba como si estuviera derritiéndose en un charco de lodo”; “Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras”, p. 178.
Con esta última cita, en la que se narra la muerte de Pedro Páramo, podemos desentrañar, además, otro elemento simbólico: la piedra. Pedro, del latín Petrus `firme como una roca´, evoca la figura del apóstol en la que legó Jesucristo la tarea de fundar la Iglesia como institución. Páramo, del latín parămus, hace referencia a un lugar desolado, poco fértil o desértico. Esta conexión lingüística, en cierto sentido con valor de oxímoron semántico –puesto que la Iglesia pretendía en tiempos de Jesucristo procurar a la Tierra valores, mientras que en un páramo no hay nada-, incide en la valoración del personaje: toda la esperanza que se presuponía en Pedro Páramo cuando era niño queda eliminada. Juan Preciado busca a su padre cuando este ya ha muerto; además, su padre llevó a cabo una venganza contra Comala que derivó en la destrucción del pueblo. Y por si fuera poco, Juan Preciado morirá en él, encontrará su final al ir en busca de su origen. Con la narración de la muerte de ambos personajes, los dos tiempos que se simultanean en la novela terminan su cometido de presentar ambas tramas, y el círculo narrativo de la novela llega a su fin, envuelta esta de memoria y testimonio, de vida y de muerte, de la soledad y el desgarro de sus habitantes.
Artículo “La filosofía de la muerte en Pedro Páramo”, revista Fogal, 2 (oct. 2014).
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