Respuesta a El canon occidental, de Harold Bloom: Hombre-Blanco-Muerto

Para comenzar esta breve respuesta al trabajo ensayístico de Harold Bloom, es necesario abordar determinadas cuestiones que el estudioso plantea. Este teórico de la literatura presenta una lista de “autoridades de nuestra cultura”, de escritores y obras literarias, respaldada por “el mundo erudito” y por la “tradición”. En este sentido, cabe preguntarse, en primer lugar, si es necesario establecer límites; esto es, construir un canon de autores y obras de obligado conocimiento que, impulsados por los intelectuales y críticos de cada época, se constituyen como parte de la memoria colectiva de cada periodo en la sociedad occidental.

Uno de los argumentos en los que se apoya Bloom para defender la construcción del canon es el inexorable paso del tiempo, la mortalidad humana, la imposibilidad de conocer todas las obras que existen. Desde este punto de vista, considero que, en efecto, la efímera existencia del ser humano lo obliga a ser selectivo. No obstante, es necesario que revisemos no solo la lista de “escogidos” de Bloom, sino también el criterio por el que se rige su selección.

Bloom hace referencia al origen del vocablo canon y a su significado primigenio, vinculado a la religión. Conocidos son los textos de Platón que hemos heredado, en los cuales el pensador reflexionó sobre el papel sobrehumano que desempeñaban las musas griegas y sobre la inspiración, poder divino que posee al artista, convirtiéndolo en un “mediador” o “mensajero” de los dioses. Desde esta perspectiva, la palabra canon adquiere un sentido elevado, dando nombre a un conjunto de obras ensalzadas, imprescindibles, que emergen con fuerza para que todos las conozcamos y, de algún modo, las apreciemos, admirando su misterio y la sensibilidad de cada autor. El sentido del canon seguiría, por tanto, la estela platónica de sublimación del artista. Como puede comprobarse, el arte canónico se presenta como un tesoro cultural intocable, casi sagrado, que pervive en el tiempo y se hereda. La heroicidad de las obras de arte que perduran reside no solo en su propia inmortalidad, sino también en que forman parte de un imaginario y de una memoria colectivos, uniendo a grupos de personas, a generaciones, a pueblos enteros que tienen la oportunidad de conocer, a través del arte en todas sus manifestaciones, la historia de la humanidad.

Sin embargo, el arte canónico no debe contemplarse únicamente en su dimensión más excelsa; no podemos comprender su valor atendiendo solo al misterio de la inspiración, al origen desconocido del impulso artístico, al “valor estético” sobre el que reflexionó Kant y que Bloom vindica, ni utilizar como argumento principal el de la tradición. No pertenece el arte, exclusivamente, al “mundo erudito” ni a las “autoridades de nuestra cultura”. Bloom destaca el papel que desempeñan el capital y los objetivos sociales, políticos y espirituales de las clases más opulentas de la sociedad a la hora de construir el canon. Si bien estos factores son, en efecto, determinantes para la gestión, la protección y la difusión de las artes, sin embargo, estas son creadas para beneficio de toda la sociedad. Hoy en día, seguimos volviendo a los mismos textos y a las mismas obras pictóricas (continuamos leyendo a Platón y a Shakespeare –tan visitado por Bloom– y estudiando las proporciones armoniosas de la escultura clásica). No obstante, la sociedad del siglo XXI ha cambiado con respecto a la de Shakespeare. En este sentido, considero que la mejor respuesta a lo que sentencia Bloom sobre el escritor inglés (“palpable supremacía estética”, “originalidad verdaderamente escandalosa de sus obras”), y todo lo referente a por qué no ha habido una “Shakespeare-Mujer”, es la que desarrolla Virginia Woolf en su obra Una habitación propia, en 1929 (cinco décadas antes de que Bloom ofrezca su sesgado canon). Este es el libro en el que se explica, tomando también a Shakespeare como ejemplo, la causa verdadera de que la mitad de los habitantes del mundo hayan sido abocados a no escribir; y esta causa no es otra que haber nacido siendo mujer, con todo lo que ello ha implicado hasta hoy. No se trata de incluir en el canon, caprichosamente, a las mujeres escritoras, a los homosexuales, a los escritores de determinados países menos industrializados o menos desarrollados técnicamente; ni siquiera se trata de incluir en el canon a escritores olvidados –escandalosamente olvidados–, coetáneos a otros que sí forman parte del canon propuesto por Bloom. La llamada “Escuela del Resentimiento”, nominada y continuamente aludida por el autor que nos ocupa, no aparece porque haya resentimiento alguno; surge porque las sociedades han cambiado, porque actualmente, valorando las obras por lo que son, por su valor estético, por su calidad (sin excluir veleidosamente a las mujeres, a los homosexuales, a los nacidos en determinados lugares marginales del globo terráqueo), podemos establecer una selección de obras más tolerante, más completa: un canon que, como el arte, esté al servicio de la sociedad occidental en su totalidad, y no solo al servicio del Hombre-Blanco-Muerto.

Es innegable que escritores como Borges y Neruda, por citar a dos de los hispanoamericanos que Bloom admite, han creado obras merecedoras de “entrar” en el canon. Pero, del mismo modo, textos de Macedonio Fernández, Felisberto Hernández, Dulce María Loynaz o Gabriela Mistral podrían acceder a un canon de la literatura hispanoamericana más amplio que el propuesto por Bloom. O, por citar un ejemplo más cercano a nosotros, ¿cómo perdonarle al canon de Bloom que olvide a Ramón Gómez de la Serna al hablar de la literatura escrita en lengua española en el siglo XX, de los inicios del cine en España, o del arte de vanguardia hispanoamericano en general? La única explicación comprensible es que la tradición crítica, enraizada en el conservadurismo, ignora en ocasiones la importancia de la innovación, del ingenio, del cambio; mejor aún, ignora deliberadamente la realidad del cambio. La crítica literaria tradicional ignora voluntariamente que el cambio ocurre, que se cometen rupturas con las tendencias estéticas del pasado y con los autores que nos precedieron. Ignora, perezosamente, las obras que transgreden.

En efecto, el canon no olvida solo lugares del planeta, mujeres, autores  homosexuales o escritores marginales: es un eterno volver hacia atrás la mirada y no atender al pasado más reciente del arte, ni mucho menos a sus proyecciones hacia el futuro. Así, el canon es una suerte de censura, un obstáculo que dificulta el conocimiento de obras de arte igual de valiosas que las que propone el canon, dado que el canon es la propuesta más fuerte, la más presente, la que se instaura en instituciones educativas y en medios de comunicación; la que prefieren las tradiciones críticas que, entre bostezo y bostezo, vuelven siempre a los mismos textos, visuales y escritos. Por todo lo comentado hasta el momento, podríamos bautizar a la “Escuela del Canon” como “Escuela de la Censura por Exclusión”, o “Escuela del Hombre-Blanco-Muerto”.

Llegados a este punto, es necesario hablar de la utopía que representa el canon. Es imposible establecer una lista de autores y obras definitivos, una lista siempre actualizada, siempre completa, siempre al tanto de los autores vivos que merecen formar parte de la memoria colectiva o, por qué no, del presente colectivo. El canon artístico es una de las utopías de la sociedad moderna. Tal vez, porque nunca antes se había reflexionado con tanto ahínco sobre su naturaleza o sobre su necesidad; tal vez, porque nunca antes se había planteado con tanta fuerza la posibilidad de no acatarlo. Sin embargo, a pesar de la naturaleza utópica del canon, desde el punto de vista ético sería imperdonable que “el mundo erudito” desistiera en su intento constante, en la construcción –ilimitada  en el tiempo– de un canon más representativo de la sociedad occidental, más fiel con el infinito misterio de la obra maestra que nos seduce.

La expresión que utiliza Bloom sobre las obras maestras, “imágenes en el arte de la memoria”, recoge muy bien una de las ideas en las que esta respuesta a Bloom  pretende incidir: las obras de arte, sean pictóricas, literarias o de cualquier otra índole, permanecen en la memoria colectiva en forma de imágenes. El arte es el espejo de las sociedades, y con ello no queremos decir que este espejo refleje siempre nuestra imagen de modo realista o literal. El libro, el lienzo, constituye un espejo en el que continuamente se proyectan capítulos de nuestra historia, rasgos de nuestra condición y reflexiones que ocupan un espacio relevante en el pensamiento de los artistas. Decía Charles Baudelaire que “el artista es el observador de su tiempo”. Detengámonos a observar: construyamos un canon en transformación constante, más justo con la realidad en la que vivimos.

Artículo “Respuesta a El canon occidental, de Harold Bloom: Hombre-Blanco-Muerto”, revista Fogal, 3 (nov. 2014).

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