«Vigilia en Velora, los relatos de la soledad y la lluvia», por Covadonga García Fierro.
En el último libro de relatos publicado por Iván Cabrera Cartaya, sus personajes, solitarios y generalmente cargados de remordimientos e inseguridades, transitan por la existencia sin vivir experiencias extraordinarias ni albergar grandes ambiciones. No en vano, en el relato “A espaldas del sol”, la voz narradora apunta: “solamente nos habíamos deslizado por ella [la vida] en los suburbios, en arrabales y márgenes sucios, desatendidos, sin caer nunca en el centro de grandes acontecimientos” (p. 71). A estos rasgos, en ocasiones, se une la incapacidad para asimilar o para aceptar la muerte de algún ser querido; así como una nostalgia enfermiza por el pasado que los paraliza e incluso los incapacita para la acción.
En el primer cuento, “Santa Teresa”, nos situamos en un club de alterne en el que la madame también exhibe a su hija, “condenada sin culpa por su madre a ver los sótanos del mundo sin conocer los jardines de la infancia, sin haber roto juguetes nuevos, sin ocasión para la inocencia” (p. 14). Cabrera Cartaya nos introduce en la atmósfera sórdida de la noche que ya hubiese abordado en su anterior libro de relatos, Tentaciones al caer la tarde (2015), para sumergirnos en los ambientes marginales de la ciudad. Lo interesante del relato, sin embargo, no es lo que ocurre en el local, sino lo que acontece en el interior del protagonista, un hombre que siente deseo por “la belleza intolerable de la niña” (p. 15) y, al mismo tiempo, vergüenza y remordimientos por albergar esa atracción inmoral, sin lograr esquivar el dilema de destruirla acostándose con ella o protegerla como lo haría un buen padre.
En “Velora”, el escritor hace que nos zambullamos en una atmósfera fantasmagórica, que nos recuerda a la de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y en la que “cae una lluvia menuda y triste, tan menuda y tan triste que casi no se aprecia” (p. 27) y “un viento caliente, reseco, enajenado, que lloraba como una bestia herida” (p. 34). Al igual que en el primer cuento, donde es la soledad la que casi obliga al protagonista a volver al prostíbulo (“la soledad me puso en el rumbo de mi antigua costumbre”, p. 21), la soledad aparecerá aquí como la causa de que el protagonista se dirija a esta misteriosa tierra, ya que, según la voz narradora, para llegar a Velora, es necesario “aceptar la soledad del viaje, como se acepta la sordidez de los bares de carretera, los cambios de luz y clima, de insectos y de sentimientos” (p. 25). Nuevamente, la narración nos sitúa ante un hombre que vive en su mundo de recuerdos, murmurando para sí mismo, en una sensación de tiempo detenido, pues lo que caracteriza a este tipo de personajes son la incomunicación y la inacción. Concretamente, el protagonista de Velora va sucumbiendo a la propia Velora, perdiéndose en los recuerdos de la adolescencia y los amores de la primera juventud, hasta perder la conciencia: “pensé en irme de Velora, pero ya no sabía por dónde” (p. 39).
Ocho cuentos componen este libro, que fue Premio de Relato Corto Isaac de Vega.
La singular y punzante inacción que caracteriza a los personajes creados por Cabrera Cartaya vuelve a quedar patente en “A espaldas del sol”. Así, el personaje principal afirma: “existían días inútiles, larvarios, que nacen muertos, y […] hubiese sido preferible no levantarse y dormir hasta mañana, dormir por vicio y por costumbre, por desidia” (p. 50). Uno de los aspectos más reseñables del relato es la estructura con la que se construye, ya que toda la narración se sustenta sobre dos polos: por un lado, el suicidio de un amigo, la angustia y la culpabilidad que siente el protagonista ante ese hecho (“el remordimiento, la culpa es una lámina de metal que se nos cae encima y nos aplasta”, p. 51); y por otro, la experiencia del amor. Un amor que una y otra vez se considera “imposible y de nuevo perdido” (p. 80), idealizado e inalcanzable: “Como pensaba tanto en ella supuse que no la vería en mucho tiempo” (p. 84). Ante el desgarro más profundo, el cuento logra el equilibrio perfecto a través del enamoramiento, que, en este relato en concreto, mantiene vivo al protagonista o, más ajustadamente, asegura que pueda seguir sobreviviendo. A este respecto, destaca el uso de dos aforismos, uno que describe la concepción de la vida desde el pesimismo y el dolor de la fragilidad de la existencia (“La vida es solo un dejarse ir hacia algún sitio”, p. 54) y otro que enfoca la existencia desde el prisma del amor: “La vida es solo una promesa para el próximo verano” (p. 58).
Además, cabe resaltar el profundo lirismo con el que son contados algunos pasajes, con los que los lectores de poesía podemos disfrutar especialmente: “La lluvia parecía la mortaja, el sudario de una tierra que también acabase de morir” (p. 70); “las estrellas como pájaros blancos, dormidos sobre nosotros” (p. 86); “yo con una ligereza no acostumbrada; ella, creando y recreando una hermosa lluvia en mi interior” (p. 87). Con todo, el escritor hilvana una profunda reflexión sobre la muerte y la soledad plena de sensibilidad y aciertos: “La muerte es como una silla libre, una sala de espera vacía” (p. 59); “Al final, todos estamos solos y él lo sabía mejor que nadie” (p. 60).
En cuanto a “La lectora de la Biblia”, el relato más macabro del libro, debemos mencionar que se mantiene la incapacidad de los personajes para asumir la muerte de un ser querido, lo que en ocasiones los acerca a la exasperación y la locura. Cabrera Cartaya muestra una gran maestría a la hora de describir los paisajes (“Los árboles que custodian la tumba de la madre son los más retorcidos del mundo”, pp. 96-97), los ambientes y los personajes (“Hay una calavera de papel amarillento bajo sus ojos, una osamenta envejecida”, p. 95), provocando siempre que el lector experimente diversas sensaciones e incluso emociones contradictorias ante lo que ocurre.
Asimismo, en el relato “La isla” nos ubica en otro lugar desconocido, distópico, en el que al parecer existen unos habitantes de una raza superior a la del ser humano en inteligencia y en capacidades. Una isla cuya principal característica es la de lo salvaje: “La isla no admite las banderas de ningún dueño, el tiempo de ningún hombre. Sabe gobernarse a sí misma y su tradición salvaje espanta a cualquier visitante posible” (p. 106). En este relato, Cabrera Cartaya muestra su interés por el lenguaje, por las lenguas y por la comunicación, no solo mediante el hecho de que los habitantes “se comunican en una lengua complejísima cuyos más de veinte mil caracteres cambian de significado según el contexto” (p. 107), sino, sobre todo, porque la información que tenemos los humanos sobre la isla y sus habitantes es precisamente la que ellos nos hacen llegar, por lo que no es posible saber si lo que cuenta el relato de la isla es cierto o no. Existe un juego con la información o la desinformación, ya que la fuente de esta es de dudosa veracidad. Así, el narrador nos cuenta que se ha difundido una “literatura de monstruos y terror” alrededor de la isla que la mantiene protegida, la salvaguarda de la tentación de conquistarla.
Pero el autor del libro no solo reflexiona en torno a la lengua y sus posibilidades en este relato, sino también en “Pibe”, dedicado a la admirada figura de Maradona -ídolo futbolístico del escritor que nos ocupa-, el cual es escrito íntegramente en el dialecto argentino.
Para acabar, citaré otro relato, “El reencuentro”, centrado en un tópico literario exquisitamente abordado aquí: el destino. El cuento presenta a otro personaje solitario, introvertido, que repasa nuevamente lo vivido, pero también lo no vivido, las posibles vidas que podría haber tenido si hubiese tomado otras decisiones; o si hubiese, quizás, tomado alguna vez una decisión, en lugar de dejarse llevar en esa nerviosa y dolorosa calma de la inacción. Así, al reencontrarse con un amor del pasado, duele el hijo que ella tuvo con otra persona, como duele también conocer la existencia que ella ha desarrollado tan lejos de aquel antiguo pero poderoso sentimiento que alguna vez los había unido: “El hijo, visto fugazmente en brazos de la abuela anciana, no era mío; su cuerpo y su alma no eran ya míos tampoco” (p. 147).
Con el lirismo y el lenguaje poético que tanto caracterizan a los relatos de Iván Cabrera Cartaya, el escritor refleja la delicadeza y la fortaleza de los amores que nunca llegan a morir del todo: “mis labios se posaron en sus mejillas como una mariposa azul y moribunda” (p. 142); “me hundí de nuevo en sus ojos: dos agujeros negros de los que no podían escapar ni el tiempo ni la luz, capaces de retenerlo todo, y de los cuales yo tampoco quería salir” (p. 152). Un relato en el que irremediablemente, otra vez, el presente hace añicos la posibilidad de revivir los episodios más amados de nuestro pasado, cuyo principal símbolo, el signo de interrogación, es la mejor metáfora para cerrar el cuento, ya que el amor es una constante incertidumbre, un misterio insondable, para el protagonista: “pegando cuanto podía mi cuerpo al suyo, ambos como un solo signo de interrogación” (p. 153). ¿Sería capaz este personaje de actuar, actuar de verdad, con iniciativa y con ímpetu, para que la historia tenga esta vez un desenlace distinto para su propia vida, tras lo que ocurre al final?
Reseña publicada en El Perseguidor, suplemento dominical de la edición impresa de Diario de Avisos. 9 de octubre de 2022, p.72-73.
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