«¿Distopía o realidad?», por Covadonga García Fierro.
Virginia Woolf, en su conocida obra Una habitación propia, dijo: «No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente». Una cita que se ha utilizado en muchas ocasiones para expresar que, aunque nuestras obligaciones diarias limiten y condicionen nuestra libertad, nuestro pensamiento siempre podrá escapar a esas restricciones. Sin embargo, Bruno Mesa presenta en Literatura fantasma una serie de relatos que nos hacen llegar a otra conclusión. ¿Acaso no es nuestra educación, la cultura en la que crecemos y nos desenvolvemos, el mayor condicionante para nuestra mente? Creemos que nuestro pensamiento es libre, cuando lo cierto es que constantemente decimos, hacemos y actuamos como la sociedad espera de nosotros, pues para eso nos ha inculcado los valores, las ideas y los sentimientos que conforman nuestra forma de entender el mundo.
El libro consta de once relatos que podrían catalogarse como ciencia-ficción, historias profundamente distópicas, en las que los personajes que tienen un mínimo de conciencia sobre el mundo que los rodea sufren y viven en un miedo atroz y constante. Así, por ejemplo, el primer relato, titulado «El sendero», comienza con un misterioso secuestro que no tiene un móvil económico, sino una finalidad mucho más amplia y compleja. Las personas que son secuestradas son sometidas a un lavado de cerebro que recuerda al peor de los adoctrinamientos o incluso al funcionamiento de muchas sectas religiosas. Se trata de eliminar del cerebro de las personas cualquier pensamiento crítico o propio, en favor de un argumentario denominado «el conocimiento revelado», del que tienen que estar convencidas al terminar el programa, o de lo contrario sufrirán la violencia, la tortura o la muerte.
Se trata de una historia en la que el individuo es completamente desintegrado en favor de lo que una organización de personas -cuya identidad no se revela- ha decidido. Al eliminar el pensamiento propio, el individuo es alienado, vaciado de sí mismo como la cáscara de una nuez. El objetivo es servir a dicha organización en sus fines políticos. Desde este punto de vista, la persona es un «puro animal despojado de nombre» (p. 10), y su vida solamente tiene como finalidad servir al partido: «Esa debe ser la virtud de los sistemas cerrados: concentran todas sus fuerzas en un solo cuerpo de principios inamovibles, de leyes eternas, de círculos perfectos, y con ellos avanzan felices hacia el precipicio» (p. 18), sentencia el narrador. Si lo pensamos bien, no se trata de un libro tan distópico: en realidad, describe lo que ya ocurre en nuestra sociedad.
Pensemos, por ejemplo, en cómo funcionan los partidos políticos reales. Obviamente no llevan a cabo secuestros ni torturas a diario, pero sí envían a todos sus militantes un argumentario cerrado e inamovible para que cada afiliado diga exactamente lo que marca el partido (no se sabe exactamente quién o quiénes) en relación con los temas de interés. No es deseable que la militancia piense por sí misma ni mucho menos que construya una opinión propia: los partidos ya le dan las respuestas perfectamente medidas y redactadas para que estas sean repetidas una y otra vez en cualquier foro. Es, en palabras de Bruno Mesa, «como si la celda ahora estuviera dentro» (p. 26), ya que no es posible el disenso con las personas que pertenecen a una misma organización, luego el debate interno y el diálogo se hacen muy difíciles.
La alienación del individuo y el adoctrinamiento son temas que interesan especialmente a Bruno Mesa, como dan cuenta los demás relatos. En «Literatura fantasma», nos encontramos ante un escritor que se dedica a escribir reseñas de libros que, literalmente, no existen. Se trata de reseñas que tampoco son originales, puesto que la Organización para la que trabaja le facilita un manual para confeccionarlas. No es necesario que los supuestos autores de esos libros reseñados sepan escribir, ya que lo importante no son los libros ni sus autores, sino precisamente la publicidad y el marketing, ese monstruo que se va creando alrededor del libro: la misteriosa Organización, una vez hecha la reseña, se encarga de inventarse la vida del autor: «Pronto la Organización lo convertirá en un ser real, le concederá un pasado, una tragedia familiar, una obra y una promesa» (p. 45) para poder vender el producto que ha creado. De esta forma, la literatura pasa a estar en un plano completamente secundario. No importan la calidad de los textos ni quién los escribe en realidad, solamente importa que el producto (el relato sobre la vida del autor y lo que supuestamente ha inspirado sus textos) sean vendibles a corto plazo, para luego pasar a diseñar el siguiente producto.
Nuevamente, cabe resaltar que esta aparente distopía responde a la realidad que ya estamos viviendo: un mercado editorial en el que los libros más vendidos no son precisamente los mejores; en el que se busca que los autores hablen públicamente sobre sus tragedias familiares y personales para vender más ejemplares (cuanto más amarillismo, mejor); en el que la literatura es un producto de usar y tirar; un mercado editorial, en suma, en el que muchas veces el afán por vender libros choca frontalmente con la ética y con valores ya casi perdidos, pero que no hace tanto tiempo eran muy preciados: la discreción, la humildad, la honestidad y la cultura del esfuerzo. Pero probablemente la crítica hacia una sociedad deshumanizada y terrible llegue a su punto más álgido en «Taxon», lugar en el que «todo cuanto decimos está siendo escuchado y procesado por los algoritmos que nos vigilan, y cualquier desviación será castigada» (p. 111) (pensemos si esto no ocurre ya a través de nuestros dispositivos electrónicos); donde «La realidad virtual es […] un lugar donde poder cumplir todas tus fantasías, delirios y perversiones» (p. 132); y donde no existen la libertad de expresión, el diálogo ni el sentido del humor, pues «el acto mismo de pensar por tu cuenta es una traición al Estado» (p. 114). La única posible escapatoria, la única esperanza, reside en el uso de la palabra. Bruno Mesa pone el foco en cómo la palabra puede salvar al ser humano de una existencia mezquina, gris, mecánica y desprovista de cualquier emoción que merezca la pena ser vivida.
Es en este relato, también, donde el autor hace explícitas algunas de las conclusiones a las que nos hace llegar el libro en general. En primer lugar, «Una cultura es como una cárcel íntima: para escapar debes destruirte primero. Destruir lo que te enseñaron, extirpar tus recuerdos, aniquilar cada una de tus convicciones» (p.113). No es fácil desarrollar un pensamiento crítico, un pensamiento propio, pues la cultura nos va empujando, nos lleva en la corriente de sus inercias y de sus códigos, que lo engullen todo sin piedad. En segundo lugar, es necesario que valoremos más que nunca la educación, pero protegiéndola de dogmas y doctrinas que podrían corromperla: «la educación que recibes se convierte en tu sangre: puedes reírte de sus normas, despreciarla durante unas horas, puedes rechazar cuanto significa, pero no puedes entender el mundo sin ella» (p. 116), sentencia la voz narradora. En una sociedad en la que la ultraderecha española pone obstáculos a la enseñanza pública y universal a través del veto parental y de la eliminación de una educación afectivo-sexual necesaria y urgente, por poner solo algunos ejemplos, hace falta defender la educación por encima del adoctrinamiento; la pluralidad y la democracia frente a la ideología censora.
Malala Yousazfai afirmó: «Para hacerme poderosa solo necesito una cosa: educación».
Huyamos de los sistemas cerrados, de los círculos que nos oprimen, de las palabras que otros pretenden colocar en la boca de cada individuo. Leamos a Bruno Mesa, sus relatos lo merecen.
Reseña publicada en El Perseguidor, suplemento dominical de la edición impresa de Diario de Avisos. 7 de agosto de 2022, pp.74-75.
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